2 de septiembre de 2009

Jeanne d´Arc

La Santa Pucelle


Desperté aquella mañana y supe de inmediato lo que estaba por suceder. El grisáceo firmamento celestial que me acompañaba en mis días de poca gloria y desdicha me dirigía una efímera y casi fantasmagórica sensación de malestar e incomodidad.
Mi querido lector y aquellos curiosos que tuvieron la osadía de encontrar este mísero escrito. Soy una humilde mujer francesa, o eso solía serlo, exiliada de su sangre, obligada a permanecer junto a un descendiente inglés desde infante, y por voluntad de aquel que me vigila en su magnificencia sobre su aura seráfica, he acabado por terminar hasta el último de mis días en Ruán.
Poco recuerdo de mi juventud y pasado, no sé decirles con exactitud quien soy y de dónde provengo, olvidé lo relevante con el tiempo transitado en el pasar de mis días, pero logro recordar con claridad mi nombre e identidad, Kassandra Estée, esposa del tercer hijo de un mercader de la familia Landor, Edvan.
Agrego, mis fieles lectores de esta rudimentaria escritura cubierta por hollín, miserias y lagrimas, que mi vida como una doncella terminó poco antes de poder afirmarla. Fui entregada sin proponérmelo a los rudos brazos de una cruel familia que desprecia mi linaje francés, más sin embargo, e mantienen cautiva de sus insultos, de sus repudios, aunque, con este instante de libertad y de paz que mi señor me ha entregado en inconsciencia, se agota, y tendré que ser presurosa con mis manos mullidas por el quehacer y los castigos de mi propia torpeza.
Siento un nudo en la garganta que m agobia, que me hace de ojos lagrimosos y me produce un corazón latiente y violento con solo recordar aquella terrible escena que me vi obligada a presenciar. Reconozco que mi sumisión e ignorancia deliberadamente me hacen desconocer aquellos conflictos a mi alrededor. Fui criada para servir sin mirar, para efectuar sin pensar, obedecer sin esperar algo a cambio, pero mi ente se lamenta no ser de fierro, fría y sin vida, soy incapaz de representar aquello en lo que fui obligada a actuar. Veo mi alrededor la triste y luctuosa sombría huella que deja la odiosa batalla tras sus alargados pasos, dejando con sus manos y ennegrecidas plantas por la sangre y la codicia la marca de la desdicha, que mis ojos son condenados a presenciar sus lóbregas consecuencias.
Pero trato de dejar atrás aquellos innecesarios y tristes pensamientos, deseo transcender en aquellos que toman entre sus manos este grueso pergamino y logran comprender mi emoción, mi tristeza, mi congoja.
Mi señor esa mañana se apiadó de mi esquelético y enfermo semblante, mi piel transformada en el color del granito y las nauseas que me atormentaban, concediéndome una tregua libre de sumisión y obediencia, permitiéndome permanecer alejada de mis labores conyugales que el requería, y reposar en el lecho. Alumbrada por su generosidad, y por el extraño fulgor en aquello olivos ojos, espero el instante correcto luego de ver su fornida y recia figura desaparecer y reúno las fuerzas que mi cuerpo reclama para tenderse en pie. Estaba en lo cierto, quizás mi entidad solo reaccionaba a su patético y gris entorno. Esa día, treinta de mayo, si mi memoria no intenta jugarme una jugarreta sucia e innecesaria, me producía la sensación de que algo importante, algo transcendental cambiaría muchos aspectos a mi alrededor. No logro comprenderlo del todo, sin embargo, si ustedes, mis fieles lectores, inocentes incrédulos, afirman estar presenciando las discrepancias de una adivina, me obliga a advertirlos que solo mi corazón es reinado por un presentimiento.
Sin perder las fuerzas y el tiempo hago mis respectivos menesteres y salgo al casi metafórico invernal exterior que inunda las calles de Ruán con su superflua presencia. Place du Vieux Marché, La Plaza del Viejo Mercado, se encuentra ante mis ojos atestado de provincianos curiosos de Ruán, mi poco conocimiento de números me impide darles una cantidad aproximada de ellos, pero el pueblo entero, al igual que centenares de soldados ingleses, me dan la bienvenida a la plaza con una cacofonía de sonidos que me aturdieron hasta casi hacer sangrar mis oídos, pero acostumbrada al bullicio de la medina a temprana mañana, solo me preocupo en no ser descubierta por mi señor, cubriendo mi rubia cabellera de sus posibles ojos.
Comencé a conjugarme con la multitud aplastante y sofocadora logrando descubrir mi estimados lectores, que estaba próxima a ser testigo de una condena pública.
Logré escuchar a mi lado que dos mujeres de aspecto anciano murmuraban y se santiguaban con exagerado fervor, pero mi interés estaba en saber quién sería la victima criminal que tendría tan monstruoso y humillante final como el de morir bajo las llamas, sin embargo nadie pareció responderme mis solicitadas dudas, solo sonidos violentos y olores fuertes me embargaban hasta devolverme, sin mano amiga, mi incomodo malestar. Para aquello que leen mis palabras fieles a dictaminarlos sobre este hecho acongojador y desdichado, en estos momentos reconozco que mis síntomas se deben a algo muchas más poderoso, que ahora, me sentiré sumamente agradecida de que mis rezos a mi Señor Jesucristo se cumplan, y mi deseo de haga palpable.
Pero no es mi intención perderlos en mis cavilaciones sin sentido. Seguiré escribiendo mis palabras en este triste pergamino viejo.
Logré recuperarme con vigor, y me encaminé a un lugar apartado. Reconocer la escena que mis ojos estaban a punto de ver, no me agradaba lo suficiente, pero mi condición humana me hizo terrible y curiosa. Permanecí expectante como los demás pueblerinos a mi entorno. Sorpresa mía me llevo cuando el insoportable bullicio cesa ante mis oídos que me hace notar que toda la extensión que me rodea guarda un incomodo y casi aturdidor silencio. Busco con mi mirada la razón de ese cambio tan repentino, hasta toparme con una imagen que me partió el corazón y que tan solo por un momento pudo detenerlo.
Una joven, aun lozana, era escoltada a la hoguera. Con rudas esposas atando sus callosa manos, el cabello rapado y masculino cayendo orgulloso por sus sienes, me mostraba un coraje cegador e increíble, ella estaba a punto de morir como una vulgar criminal, como una hereje, sin embargo sus ojos no mostraban temor, dejándome avergonzada por mi falta de valor. Sus ropas blancas me recordaron a las pinturas y vitrales que tengo suerte de admirar cuando me es permitido visitar la casa del Señor Dios, imágenes hermosas de Jesucristo. Su túnica d prisionera y los pequeños detalles en sus ropas me hicieron reconocerla de inmediato: Jeanne d´Arc.
Ustedes que leen este nombre escrito se preguntaran: ¿Quién es dicha doncella? ¿Cuál fue su crimen?
Nacida en Domremý, yo había escuchar de ella a hurtadillas cuando mi señor conversaba con sus camaradas en las tardes de un domingo después de misa, una guerrera que encabezó el ejército de mi antiguo pueblo francés contra los barbaros ingleses, prometiendo al Rey Carlos VII que echaría a los ingleses del territorio francés, siguiendo rigurosamente los mandatos de mi Señor Dios y sus Ángeles. Pero, mi idea de su persona se veía remota comparada con lo que mis ojos estudiaban.
Uno a uno fueron nombrados sus delitos y pecados, sepan perdonarme, mi insoportable malestar y los murmullos curiosos me impedían a mis oídos escuchar la voz grave de vociferador, pero fueron agradecidos cuando lograron alcanzar sus últimas palabras,
Jeanne, ve en paz. La iglesia ya no te puede proteger más y te libra a las manos del brazo secular.
¡Oh grácil y piadoso, Mi Señor! ¿Cómo es posible que tan noble y buena criatura tenga un destino tan atroz? Sin importar los crímenes voceados de manera humillante, ella solo se postro devota en sus lastimas rodillas con plegarias hacia tu impérenme ser, llenando de glorias tu nombre, invocándote a su lado, a ti, Mi señor Dios, y a tus subordinas Ángeles, implorando tu perdón por dichos crímenes, y algunos que quizás solo ella conocía. ¿Cómo era posible? El lastimero sonido del llanto, de oía miserable antes mis oídos, provenientes de algunos curiosos, soldados o miembros del juzgado.
Una cruz de madera, símbolo de mi Señor Jesucristo, se le fue acercada hasta dejarla posar sus labios en ella, con devoción. Pobre criatura. Era acompañada al fin hasta la plataforma, dueña de su fatídico destino, sin cesar sus ruegos a entes Santas del Paraíso.
Como miembro podrido, te hemos desestimado y lazado de la unidad de la Iglesia y te hemos declarado a la justicia secular. Fueron las palabras dichas por otro vociferador, justo antes de que un insulso e innecesario comentario de un soldado ingles se dejara escuchar.
¡Sacerdote! ¿Nos dejarás acabar el trabajo antes de la hora de la cena?
Se dio la orden. El verdugo la sujetó a la viga, mientras clavaba un denigrante letrero que rezaba cruel las siguientes palabras: Hereje, reincidente, apostata, idólatra. Mis sinceras disculpas, mis lectores fieles, pero su servidora aun se sumerge en las lágrimas con espectáculo tan bochornoso. Su fuerte y decidida voz rogó por una cruz a los Sacerdotes presentes, para que al morir, pudiera sentirse acompañada de Dios. Su petición fue cumplida. Un sacerdote fue en su búsqueda, para ser recibido por las burlas innecesarias de los estúpidos ingleses.
Entre sus letanías, un rudo comentario hacia aquellos que ríen, salió de sus temblorosos labios. ¡Ruán, Ruán!, ¿Puedes sufrir por ser el lugar de mi muerte? Pero solo le respondió el silencio. El fuego que le daría su temprana muerte comenzó a consumirla, para el horror de mis ojos, pero sus embargo rogó piadosamente que la cruz que se alzaba frente a ella no fuera alcanzada por las llamas. ¡Santísima niña, que hasta en su propia muerte, se preocupaba por el disgusto que le pudiera dar a Nuestro Señor!
Sus lamentos y gritos eran escuchados, pero yo sólo me mantenía clavada al polvoriento suelo, sin despegar mi vista de su dolor, sintiendo mis gruesas y agrias lágrimas caer por mis mejillas enrojecidas por la fiebre. Ella gritaba el nombre de Jesús, haciéndolo retumbar en mi interior, un efímero eco insoportable me aturdía, y poco a poco fui cediendo al miedo, a la compasión, al dolor y al sufrimiento de ver a tan Santa Persona perecer como una hereje. Y perdí por competo el conocimiento, sumiéndome en una dolorosa inconsciencia, no antes de sentir mi liviano cuerpo ser rodeado por unos cálidos y fuertes brazos de un aroma familiar. Romero.
Lamentable es que ya allá culminado su tragedia, la muerte de esta mujer mártir. Pero no poseo más recuerdos de aquel día, ni al menos la identidad de la caritativa alma, de aroma incitante y tiernos brazos que me regreso a casa en mi estado durmiente. Mi señor desconoce mi escape, pero su indiferencia y casi hostilidad ha dado paso a una actitud, que aun no se definir, pero me hace sentir segura y relajada de sus ladridos de enojo. Pero me siento consciente de la falta de interés que tienen de ello, sin embargo, los complazco con la gracia de leer y conocer, que cada luna que baja por el horizonte, rezo continuamente por La Santa Pucelle, esperando encontrarla al lado de Nuestro Señor Dios.


Desirée Moreno

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